"Papá era un yonqui" de Danell Maya. cuento. D. R. México
Sólo recuerdo dos momentos
nítidos de mi infancia con mis padres, el primero: cuando vivían juntos. Ese
día, me encontraba en la cama de ellos comiendo pastel que mamá había horneado, en frente había un ropero rosado
de un pálido mortuorio con un patético estampado de osos azul cielo. El plato
de loza blanca que sostenían mis pequeñas manos se humedecía junto con el pan
con mis lágrimas, la impotencia me la tragaba con un sabor vainilla amarga. El
piso era de un rojo desgastado y estaba frío, la luz amarillenta de una lámpara
con excremento de una mosca alumbraba aquella escena casera de los años
setenta. Aun oigo los gritos de mamá cuando papá la golpeaba
con rudeza.
El otro momento
que conservo cuando mamá caminaba por las
calles del centro, llevándome con paso acelerado por está. La ciudad contenía un tiempo marcado por la
prisa. Entramos a un pasillo de un edificio cualquiera, supongo que era el de
un bufete de abogados para seguir con el primer paso del divorcio, yo soló
entendía que la vida de mamá se había vuelto infernal,
casi sin salida, porque ella lloraba constantemente. Ese día en particular
recuerdo su rostro blanco y perfecto por el cual las gotas saladas escapaban de
sus lagrimales. Todo el amor que alguna vez le tuvo a ese hombre se evaporó. El
rímel le tatuaba las mejillas.
El otro momento
que conservo cuando mamá caminaba por las
calles del centro, llevándome con paso acelerado por está. La ciudad contenía un tiempo marcado por la
prisa. Entramos a un pasillo de un edificio cualquiera, supongo que era el de
un bufete de abogados para seguir con el primer paso del divorcio, yo soló
entendía que la vida de mamá se había vuelto infernal,
casi sin salida, porque ella lloraba constantemente. Ese día en particular
recuerdo su rostro blanco y perfecto por el cual las gotas saladas escapaban de
sus lagrimales. Todo el amor que alguna vez le tuvo a ese hombre se evaporó. El
rímel le tatuaba las mejillas.
Subimos por las
escaleras de loza blanca, el edificio era sombrío, como una predestinación que
me guardaba la vida. Yo llevaba una chamarra de mezclilla azul forrada de piel
de borrego, puesta en mi cabeza, aplastando mis cabellos lacios de un rubio
cenizo. Escuche paso detrás. Mamá me jalo
del brazo, corrimos las escaleras, los descansos parecían interminables. Sólo
destellos de luz se filtraban por un pequeño tragaluz antiguo, grueso vidrio de
pecera, no había salida para nadie. Continuamos corriendo,mamá entonces me cargo para agilizar la huida: en
ese momento no se de quien corrimos. Mamá se quitó
las plataformas y arrojo los zapatos blancos por la escalera. Mi mirada vio a
papá que corría detrás de nosotros.‘’’’’’’
– ¡Es papá, mamá, espera!
– ¡Cállate! – gritó
Él nos dio alcance en uno de los descansos de aquel
edificio tirado a la ruina, como su relación de pareja. La tomó con fuerza de
los brazos, la sacudió, la aventó contra la pared y la cabeza de mamá rebotó
contra el mosaico azul verdoso. Su rubio cabello parecía que tenía un
movimiento circular en cámara lenta. Cayó al suelo, él la pateó, me le fui
encima y lo pateé. Me golpeó con su antebrazo izquierdo. Caí de nalgas y lloré.
Mamá gritaba pidiendo ayuda. Un hilito de sangre corría por mi nariz. Las
puertas del piso de arriba se abrieron, una señora salió y pidió ayuda; él me
tomo por el gorro y me llevó, gritaba algo así:
-¡Nunca volverás a verlo!
Pero qué puede uno entender, si es un niño de cinco años, ante estas particularidades. Todo fue llanto y caí en un sueño por todo lo vivido. El auto avanzaba y me alejaba de mamá, kilómetros de vida se transformaron sólo en sueños.
Sólo eso: sueños
– Quiero que pruebes el Refractíl, es parecido al LSD, pero es una dosis menor a precio regalado.
Mi papá se llamaba Ángel. Endemoniado padre que compartía conmigo sus mundanos estados de grado cero. Sus experiencias: ése era su legado y creía que al compartirlos estaríamos unidos.
– Como grandes amigos – solía decir.
Yo no quería cuestionar el destino de la vida me deparaba junto a ese ser abstracto y dañado, que me arrojaba el humo de la cocaína y la marihuana al rostro cuando sólo tenía nueve años de edad.
-Te pareces tanto a ella – decía.
Así crecí. Cuando papá traía una puta a casa me ordenaba que durmiera en el baño. Tenía trece años en aquel tiempo. Le robaba algunos puños de mota y jalaba algunas líneas que siempre dejaba en el wáter. Decía que las contaba, pero dudo mucho que supiera contar, él se guiaba por la cantidad, no por el número.
Las putas gemían y yo
me masturbaba en la cocina, el baño o cualquier lugar donde pudiera espiar el
cortejo fúnebre y sexual de pequeñas muertes representadas por las tragedias mundanas
a las cuales estaba destinado mi padre.
Me gustaba mirar en la madrugada las luces de la ciudad. En este tiempo papá fayuqueaba con armas y whisky. La droga para él era una especie de recompensa por sus trabajos. Era un maldito poquitero, con la visión no más lejos que su achatada nariz. Yo lo adiaba.
Un día. Laura, una de sus mujeres que más me atraía y que el puerco de papá manoseaba todas las noches, se acercó a la ventana junto a mí. Olí su cigarro. El puerco de la habitación contigua dormía. Ella sólo traía una bata casi transparente encima, descalza. Encendí un cigarro y tome de mi cerveza, no dijimos nada, pero los dos sabíamos que éramos hijos dulces de la noche. Y así consecutivamente por varios meses nos vimos sin decir nada, hasta que ella rompió el silencio: sus pezones hablaban por ella. El viejo tenía pesadillas, gritaba, se revolcaba, estaba muy drogado.
Acerque mi boca con lentitud, una luz callejera rompió las facciones de mi cara, abrí la boca y mi lengua toco sus pezones regenerados por la sangre fémina. Mi saliva inundó la bata de seda que contenía al insomnio, ésta resbalo. El suelo se contuvo para que no se perdiera en la órbita del otro espacio. Mi lengua – navaja corto acariciando el aire, cortando el vientre de magia e imaginación y supe que el tiempo te acaricia y siempre te dice adiós.
Ella era de las muchas mujeres a las cuales enterré mi esta de carne. Pero sólo a ella, en especial, le entregué lo arraigado de adentro llamado alma.
Los ronquidos del puerco entonces desaparecieron. Estrellas en torno a mi gritaban su luz interminable con puntas de daga dispuestas a ayudar a cualquier desgraciado. Las piernas féminas me apretaron por varias horas hasta quedar exhausto. Viajamos al encuentro del primer padre sobre la tierra, fornicando, preñando a la primera madre.
Pero qué puede uno entender, si es un niño de cinco años, ante estas particularidades. Todo fue llanto y caí en un sueño por todo lo vivido. El auto avanzaba y me alejaba de mamá, kilómetros de vida se transformaron sólo en sueños.
Sólo eso: sueños
– Quiero que pruebes el Refractíl, es parecido al LSD, pero es una dosis menor a precio regalado.
Mi papá se llamaba Ángel. Endemoniado padre que compartía conmigo sus mundanos estados de grado cero. Sus experiencias: ése era su legado y creía que al compartirlos estaríamos unidos.
– Como grandes amigos – solía decir.
Yo no quería cuestionar el destino de la vida me deparaba junto a ese ser abstracto y dañado, que me arrojaba el humo de la cocaína y la marihuana al rostro cuando sólo tenía nueve años de edad.
-Te pareces tanto a ella – decía.
Así crecí. Cuando papá traía una puta a casa me ordenaba que durmiera en el baño. Tenía trece años en aquel tiempo. Le robaba algunos puños de mota y jalaba algunas líneas que siempre dejaba en el wáter. Decía que las contaba, pero dudo mucho que supiera contar, él se guiaba por la cantidad, no por el número.
Las putas gemían y yo
me masturbaba en la cocina, el baño o cualquier lugar donde pudiera espiar el
cortejo fúnebre y sexual de pequeñas muertes representadas por las tragedias mundanas
a las cuales estaba destinado mi padre.Me gustaba mirar en la madrugada las luces de la ciudad. En este tiempo papá fayuqueaba con armas y whisky. La droga para él era una especie de recompensa por sus trabajos. Era un maldito poquitero, con la visión no más lejos que su achatada nariz. Yo lo adiaba.
Un día. Laura, una de sus mujeres que más me atraía y que el puerco de papá manoseaba todas las noches, se acercó a la ventana junto a mí. Olí su cigarro. El puerco de la habitación contigua dormía. Ella sólo traía una bata casi transparente encima, descalza. Encendí un cigarro y tome de mi cerveza, no dijimos nada, pero los dos sabíamos que éramos hijos dulces de la noche. Y así consecutivamente por varios meses nos vimos sin decir nada, hasta que ella rompió el silencio: sus pezones hablaban por ella. El viejo tenía pesadillas, gritaba, se revolcaba, estaba muy drogado.
Acerque mi boca con lentitud, una luz callejera rompió las facciones de mi cara, abrí la boca y mi lengua toco sus pezones regenerados por la sangre fémina. Mi saliva inundó la bata de seda que contenía al insomnio, ésta resbalo. El suelo se contuvo para que no se perdiera en la órbita del otro espacio. Mi lengua – navaja corto acariciando el aire, cortando el vientre de magia e imaginación y supe que el tiempo te acaricia y siempre te dice adiós.
Ella era de las muchas mujeres a las cuales enterré mi esta de carne. Pero sólo a ella, en especial, le entregué lo arraigado de adentro llamado alma.
Los ronquidos del puerco entonces desaparecieron. Estrellas en torno a mi gritaban su luz interminable con puntas de daga dispuestas a ayudar a cualquier desgraciado. Las piernas féminas me apretaron por varias horas hasta quedar exhausto. Viajamos al encuentro del primer padre sobre la tierra, fornicando, preñando a la primera madre.


-
Tengo prendida la lámpara, hace mucho calor.
-
¡Ay Alejandro! Mastúrbate, pero sígueme diciendo…
Aparqué
el coche y lo apagué, vimos desfilar un sinfín de rostros, algunos de
ellos satisfechos, otros no del todo y otros frustrados; el jefe con la
secretaria, la cuarentona con un chaval de 20, los novios que era su primera
vez, desde gordos lujuriosos, el chaval que se inicia con una prostituta, un
par de sesentones, otros con unas vestidas, en fin, sólo faltaban los
necrofílicos y que en algún minuto metieran a algún animal.
-
¿Qué paso Alejandro, no dijiste que ya no hablarías más?